jueves, 27 de octubre de 2022

LA GRAN OBRA LITERARIA DE RUSVELT NIVIA CASTELLANOS EN AMAZON


PARA ESTA ÉPOCA DE LA MODERNIDAD;
EL NUEVO ARTISTA CLÁSICO DE COLOMBIA,
RUSVELT NIVIA CASTELLANOS,
SOBRESALE EN LA EN LA LIBRERÍA DE AMAZON;
JUNTO A SUS LIBROS DE LITERATURA,
PARA TODOS LOS AMIGOS DEL ARTE,
QUE AMAN LAS BUENAS LECTURAS Y LAS LETRAS.


PARA ESTA ÉPOCA DE LA MODERNIDAD;
EL NUEVO ARTISTA CLÁSICO DE COLOMBIA,
RUSVELT NIVIA CASTELLANOS,
SOBRESALE EN LA EN LA LIBRERÍA DE AMAZON;
JUNTO A SUS LIBROS DE LITERATURA,
PARA TODOS LOS AMIGOS DEL ARTE,
QUE AMAN LAS BUENAS LECTURAS Y LAS LETRAS.


Fotografía del texto,
por Velt,
El libro florido.

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MAGNOLIA STELLA CORREA MARTÍNEZ - LA MINA DEL ORO Y LOS DIAMANTES


DE LA ARTISTA DE COLOMBIA;
MAGNOLIA STELLA CORREA MARTÍNEZ,
SU OBRA LITERARIA EN AMAZON ESTADOS UNIDOS,
LA MINA DEL ORO Y LOS DIAMANTES.

EL LIBRO FÍSICO EN LA LIBRERÍA DE AMAZON
ESTADOS UNIDOS


EL LIBRO VIRTUAL EN LA LIBRERÍA DE AMAZON
ESTADOS UNIDOS


DE LA ARTISTA DE COLOMBIA;
MAGNOLIA STELLA CORREA MARTÍNEZ,
SU OBRA LITERARIA EN AMAZON ESPAÑA,
LA MINA DEL ORO Y LOS DIAMANTES.

EL LIBRO FÍSICO EN LA LIBRERÍA DE AMAZON
ESPAÑA


EL LIBRO VIRTUAL EN LA LIBRERÍA DE AMAZON
ESPAÑA


DE LA ARTISTA DE COLOMBIA;
MAGNOLIA STELLA CORREA MARTÍNEZ,
SU OBRA LITERARIA EN LEKTU,
LA MINA DEL ORO Y LOS DIAMANTES.

EL LIBRO EN LA LIBRERÍA DE LEKTU


Portada del libro;
por Rusvelt Nivia Castellanos y
El artista del mundo cibernético,
Los novios de la mina brillante.
 
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lunes, 24 de octubre de 2022

WASHINGTON DANIEL GOROSITO PÉREZ - EL OTRO

 
ARTISTA DEL POEMA
WASHINGTON DANIEL GOROSITO PÉREZ 

EL OTRO

Yo soy el otro.
Arthur  Rimbaud

Los quejidos 
y lamentos del otro,
no los oigo.

Me importa poco,
su color, credo, su nacionalidad.
Es mi hermano, es el otro.

La voz del otro no se escucha,
no tiene donde ser atendida.

¿Por qué?
Porque lo ignoro
o simplemente soy de los sordos
que no quieren oír.

Su mirada es la mía,
su voz es mi voz.

Aunque no lo reconozco,
es el hilo conductor
de una humanidad,
que se deshilacha,
en vez de ser madeja,
unida, compacta,
uniforme en la diversidad.

La sombra del otro,
me cubre de penumbras la conciencia.

El otro me mira,
con una mirada misteriosa,
compasiva, misericordiosa,
amorosa, viva.

Son mis ojos, 
yo soy el otro.


Washington Daniel Gorosito Pérez;
Artista de Uruguay.
Fotografía del texto,
por Elena Darmel,
Los artistas de la vida.

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miércoles, 19 de octubre de 2022

JOAQUIM MACHADO DE ASSIS - MISA DE GALLO


ARTISTA DEL CUENTO
JOAQUIM MACHADO DE ASSIS

MISA DE GALLO

Nunca pude entender la conversación que sostuve con una señora, hace muchos años, tenía yo diecisiete, ella treinta. Era la noche de Navidad. Habiendo convenido con un vecino en ir los dos a la misa de gallo, preferí no dormir; acordamos que yo iría a despertarlo a medianoche.
La casa en que me hallaba hospedado era la del escribano Menezes, quien había estado casado en primeras nupcias, con una de mis primas. La segunda esposa, Concepción y su madre, me acogieron muy bien, cuando vine de Mangaratiba a Río de Janeiro, meses antes a hacer el curso de ingreso a la universidad. Vivía tranquilo en aquella casa de dos plantas de la Calle del Senado, con mis libros, pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña; el escribano, la mujer, la suegra y dos esclavas. Costumbres a la antigua. A las diez de la noche todos estaban en sus aposentos. A las diez y media la casa dormía. Yo nunca había ido al teatro y más de una vez, oyendo decir a Menezes que se iba al teatro, le pedí que me llevase con él. 
En tales ocasiones la suegra hacía una mueca y las esclavas se reían con disimulo; él no respondía, salía y sólo volvía a la mañana siguiente. Más tarde, supe que el teatro era un eufemismo en acción.
Menezes tenía amores con una señora, separada del marido y dormía fuera de casa, una vez por semana. Concepción había sufrido al principio, por la existencia de la concubina. Pero al fin se había resignado, se había acostumbrado y terminó pensando que aquello era una cosa normal.
La buena de Concepción, la llamaban la santa y hacía honor al título, ella fácilmente soportaba los olvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sin extremos, sin muchas lágrimas ni risas. En la época a que ahora me refiero, podría juzgársela mahometana; hubiera aceptado un harén, siempre y cuando se guardaran las apariencias. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado y pasivo. El mismo rostro era indefinido, ni bonito ni feo. Era lo que solemos llamar una persona simpática. No hablaba mal de nadie, todo lo disculpaba. No sabía odiar; hasta puede ser que no supiese amar. 
Entre tanto, aquella noche de Navidad el escribano fue al teatro. Era allá por los años 1861 o 1862. Yo debía estar ya en Mangaratiba de vacaciones, pero me quedé hasta la Navidad para conocer; La misa de gallo en la corte. La familia se recogió a la hora de costumbre; yo me instalé en la sala del frente, vestido y listo para salir. De allí pasaría al corredor de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Había tres llaves de la puerta de la calle; una estaba en poder del escribano, yo llevaría otra, la tercera quedaría en casa.
-¿Pero, señor Nogueira, qué hará usted durante todo este rato?-Preguntó la madre de Concepción. 
-Leer, doña Ignacia.
Había llevado una novela, Los Tres Mosqueteros y la vieja traducción, creo, del Diario del Comercio. Me senté frente a la mesa que estaba en el centro de la sala y a la luz de una lámpara de Queroseno, mientras la casa dormía, monté una vez más en el caballo negro de D'Artagnan y partí en pos de aventuras. Al poco tiempo estaba completamente ebrio de Dumas. Los minutos volaban, al contrario de lo que suele pasar cuando son de espera; oí sonar las once, pero casi sin advertirlas. Mientras tanto, un pequeño rumor que provenía de adentro vino a sacarme de la lectura. Eran unos pasos en el pasillo que iban de la sala de visitas al comedor; levanté la cabeza y al momento vi una figura asomarse en la puerta, era Concepción. 
-¿Aún no se ha ido?-Preguntó.
-No, aún no; parece que no es todavía medianoche.
-¡Qué paciencia!
Concepción entró en la sala, arrastrando sus chinelas. Vestía una levantadora blanca, mal anudada en la cintura. Siendo delgada, tenía un aire de imagen romántica que no desentonaba con mi libro de aventuras. Cerré el libro; ella se sentó en la silla que estaba frente a la mía, cerca del canapé. Como yo le preguntase si la había despertado, sin querer, haciendo ruido, me respondió  con rapidez:
-No, de ningún modo, desperté porque sí.
La miré con cierta atención y dudé de lo que me decía. Sus ojos no eran los de una persona que acaba de despertar; más bien parecían los de alguien que aún no ha dormido. Esa observación, sin embargo, que para otro podría ser importante, fue desechada sin dificultad, sin pensar que tal vez fuera yo la causa de su insomnio y que hubiera mentido para no disgustarme. Ya he dicho que ella era buena, muy buena. 
-Pero ya debe ser casi la hora-Dije.
-Qué paciencia la suya, esperar despierto, mientras el vecino duerme. Y esperar solo. ¿No le dan miedo las almas del otro mundo? Hasta temí que se hubiera asustado cuando me vio.
-Cuando oí los pasos me pareció un poco extraño; pero usted apareció enseguida.
-¿Qué estaba leyendo? No me lo diga, ya me di cuenta; es la novela de los Mosqueteros.
-Exactamente, es muy linda.
-¿Le gustan las novelas?
-Mucho.
-¿Ya leyó la Moreninha?
-¿Del doctor Macedo? La tengo allá en Mancaratiba.
-A mí me gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Cuáles novelas ha leído?
Comencé a decirle algunos títulos. Concepción, me escuchaba con la cabeza reclinada en el espaldar y los ojos entrecerrados fijos en mí. De vez en cuando se humedecía la boca con la lengua. Cuando terminé de hablar, no dijo nada; así permanecimos algunos segundos. Luego la vi enderezar la cabeza, cruzar los dedos y apoyar sobre ellos el mentón, con los codos apoyados en los brazos de la silla, todo ello sin desviar de mí, los grandes ojos vivaces. 
-Tal vez la haya aburrido-Pensé.
Y en voz alta:
-Doña Concepción, creo que va siendo hora de irme, yo.
-No, no, todavía es temprano. Vi hace un momento el reloj; son las once y media, le queda tiempo. ¿Cuando usted pasa la noche despierto es capaz de no dormir al otro día?
-Ya lo he hecho varias veces.
-Yo no; si me desvelo, al otro día estoy que me caigo y tengo que dormir algo, aunque sea media hora, pero puede ser porque ya me estoy haciendo vieja.
-¿Cómo vieja, doña Concepción?
Dije esto con tanta efusión, que la hice sonreír. Por lo general, ella era de maneras lentas y de actitud tranquila; ahora sin embargo, se irguió rápidamente, cruzó la sala y dio algunos pasos, entre la ventana del frente y la puerta del gabinete del marido. Así, con el desaliño recatado de sus ropas, me causaba una impresión singular. Aunque delgada, tenía no sé qué cadencia en el andar, como si el cuerpo le pesara; esa característica nunca me pareció tan especial como aquella noche. Se detenía a veces para examinar un trecho de cortina o para corregir la posición de algún objeto en el aparador; finalmente se detuvo frente a mí, al otro lado de la mesa. Era estrecho el círculo de sus ideas; me repitió su asombro de verme esperar despierto; yo repetí lo que ya le había dicho o sea que no conocía la misa de gallo de la corte y que no quería perdérmela.
-Es igual a la del campo; todas las misas se parecen.
-Sin duda es así; pero aquí habrá de seguro más lujo y también más gente. Fíjese usted, la Semana Santa en la Corte es más bonita que la de los pueblos. Y ni qué decir de San Juan, ni de San Antonio.
Poco a poco había vuelto a sentarse; colocó los codos sobre el mármol de la mesa y apoyó el rostro entre las manos entreabiertas. Al no estar abotonadas, las mangas cayeron naturalmente y le vi la mitad de los brazos, muy blancos y menos delgados de lo que podría suponerse. Verlos no era algo nuevo para mí, pero tampoco algo habitual. En aquel momento, no obstante, la impresión que recibí fue grande. Las venas eran tan azules, que a pesar de la penumbra podía contarlas desde donde me hallaba. La presencia de Concepción, me hacía sentir más despierto que la lectura del libro. Seguí hablándole de lo que pensaba acerca de las fiestas del campo y la ciudad y de cualquier cosa que se me iba ocurriendo. Cambiaba de un tema a otro, sin saber por qué razón, haciendo variaciones o volviendo a los primeros y riendo para hacerla sonreír y poderle ver los dientes, que relucían de blancos, muy parejos. Sus ojos no eran del todo negros, pero sí obscuros; la nariz fina y larga, un poquito curva, daba a su rostro un aire de interrogación. Cuando yo alzaba la voz más de la cuenta, ella me reprendía:
-Más bajo, mamá puede despertarse.
Y no abandonaba aquella posición, que me llenaba de agrado, tan cerca estaban nuestras caras. Realmente, no era preciso hablar alto para ser escuchado; susurrábamos los dos, yo más que ella, porque era yo el que más hablaba; ella a veces se quedaba seria, muy seria, con la frente un poco fruncida. Finalmente se cansó; cambió de posición y de lugar. Rodeando la mesa, vino a sentarse a mi lado en el canapé. Me di la vuelta y pude ver de soslayo, la punta de sus chinelas; pero fue sólo durante el instante que ella gastó en sentarse; la bata era larga y las cubrió enseguida, recuerdo que eran negras. Concepción, dijo en voz muy baja:
-Mamá duerme lejos, pero tiene el sueño muy liviano; si se despierta ahora, pobre, le costará mucho volver a dormirse.
-A mí me pasa lo mismo.
-¿Qué dice?-Preguntó ella, inclinando su cuerpo para oír mejor.
Fui a sentarme en la silla que estaba al lado del canapé y repetí la frase; se rió de la coincidencia, también ella tenía el sueño liviano, éramos tres sueños livianos.  
-Hay veces que me pasa lo mismo que a mamá; despierto y me cuesta dormir otra vez, doy vueltas en la cama, me levanto, enciendo una vela, camino, vuelvo a acostarme y nada.
-Fue lo que le pasó hoy.
-No, no-Me atajó ella.
No entendí la negativa; quizá tampoco ella la entendiese. Tomó los extremos del cinto de su bata y se golpeó con ellos las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después, me contó una historia de sueños y me aseguró que sólo había tenido una pesadilla en toda su vida, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La conversación siguió así lentamente y largamente, sin que yo me acordase de la hora ni de la misa. Cuando yo terminaba una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema y yo volvía a tomar la palabra. De vez en cuando me reprendía:
-Más bajo, más bajo.
Hubo también algunas pausas. Dos o tres veces, me pareció que la veía dormir; pero los ojos cerrados por un instante, se abrían en seguida, sin sueño ni fatiga, como si apenas los hubiese cerrado para ver mejor. En una de esas veces creo que me sorprendió absorto en su persona y recuerdo que volvió a cerrarlos, no sé si lentamente o de prisa. Hay impresiones de esa noche que se me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me enredo. Una de las que aún tengo frescas es que en cierto momento ella, que era apenas simpática, se volvió linda, se volvió lindísima. Estaba de pie con los brazos cruzados; yo por respeto, quise levantarme; ella  no me lo permitió, puso una de sus manos en mi hombro y me obligó a permanecer sentado.
Pensé que iba a decir algo; pero se estremeció, como si sintiese una corriente de frío, se volvió de espaldas y fue a sentarse en la silla donde me había encontrado leyendo. Desde allí dejó vagar la mirada por el espejo, que estaba encima del canapé y me habló de dos grabados que colgaban de la pared.
-Estos cuadros se están poniendo viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compre otros.
Chiquinho era el marido. Los cuadros reflejaban el interés primordial de su dueño. Uno representaba a Cleopatra; no recuerdo el tema del otro, pero era también un cromo con mujeres, vulgares ambos; pero en aquella época no me parecían feos.
-Son bonitos-Dije.
-Bonitos son; pero están en mal estado. Y además, francamente yo preferiría dos imágenes, dos santos. Estos están más apropiados para un cuarto de muchacho o una barbería. 
-¿Barbería? No creo que usted haya estado en ninguna.
-Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de muchachas y de noviazgos y naturalmente el dueño del local les alegra la vista con figuras bonitas. En cambio para una casa de familia no me parecen apropiadas. Por lo menos es mi opinión; pero yo pienso muchas cosas un poquito raras. Sea como sea, no me gustan esos cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción, mi  madrina, muy bonita; pero es una estatua, no se puede colgar en la pared, ni yo lo desearía. Está en mi oratorio.
La idea del oratorio me trajo la de la misa, me hizo acordar que podía ser tarde y quise decirlo. Creo que llegué a abrir la boca, pero volví a cerrarla para oír lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal suavidad que llenaba mi alma de pereza y me hacía olvidar la misa y la iglesia. Hablaba de sus devociones de niñez y juventud. Luego refirió unas anécdotas de bailes, unas historias de paseos, reminiscencias de Paquetá, todo mezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló del presente, de los asuntos de la casa, de las fatigas del trabajo hogareño, que le habían asegurado antes de casarse, que eran muchas, pero que no eran nada. No me contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisiete años. 
Ahora ya no cambiaba de sitio, como al principio y casi no cambiaba de posición, no se le cerraban ya los ojos y se puso a mirar distraídamente las paredes.
-Necesitamos cambiar el empapelado de la sala-Dijo al cabo, como si hablase consigo misma.
Asentí, por decir algo, para salir de esa especie de sueño magnético o lo que quiera que sea que me paralizaba la lengua y los sentidos. Quería y no quería terminar la conversación; hacía esfuerzos para apartar los ojos de ella y los apartaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que pudiera parecer cansancio o aburrimiento, cuando no era así, me llevaba a fijar otra vez mis ojos en Concepción. El diálogo iba muriendo. En la calle el silencio era total.
Nos quedamos algún tiempo absolutamente callados. El único rumor que se oía era un roer de ratón en el gabinete, que me hizo despertar de aquella  especie de letargo; quise mencionarlo, pero no hallé modo. Concepción parecía sumida en meditaciones. Cuando súbitamente, oí un golpe en la ventana desde el lado de afuera, y una voz que gritaba: 
-¡Misa de gallo!, ¡Misa de gallo!
-Ahí está su compañero-Dijo ella, levantándose-. Qué gracioso, usted había quedado en ir a despertarlo y es él quien llega a despertarlo a usted. Salga, que ya debe ser la hora; adiós.
-¿Ya será hora?-Pregunté.
-Naturalmente.
-¡Misa de gallo!-Repitieron afuera, golpeando a la puerta.
-Vaya, vaya, no lo haga esperar, la culpa fue mía; adiós, hasta mañana.
Y con el mismo vaivén al caminar, Concepción enfiló por el pasillo, pisando con suavidad. En cuanto a mí, salí a la calle y encontré al vecino que esperaba. Nos dirigimos a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción se interpuso más de una vez entre el cura y yo; cárguese esto a la cuenta de mis diecisiete años. 
Al día siguiente en el almuerzo, hablé de la misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia, sin despertar la curiosidad de Concepción. Durante el día, la encontré como siempre, natural, benigna, sin nada que hiciese recordar la conversación de la víspera. Por año nuevo, viajé a Mangaratiba. Cuando regresé a Río de Janeiro en marzo, el escribano había muerto de apoplejía. Concepción vivía en Engenho Novo, pero nunca la visité ni me encontré con ella. Más tarde oí que se había casado con el escribiente juramentado del marido.

Joaquim Machado de Assis,
Artista del Brasil.
Fotografía del texto,
por Cottonbro,
Los amigos nocturnos.

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jueves, 13 de octubre de 2022

HORACIO QUIROGA - LA TORTUGA GIGANTE

 
ARTISTA DEL CUENTO
HORACIO QUIROGA 

LA TORTUGA GIGANTE

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
 -Usted es amigo mío y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien. El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque y él mismo se cocinaba, Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles y, cuando hacía mal tiempo, construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque, que bramaba con el viento y la lluvia. 
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de querosene. El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. AI ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto. 
-Ahora se dijo el hombre- voy a comer tortuga, que es una carne muy rica. Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne. 
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no teína más que una sola camisa y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. 
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse. El hombre la curaba, todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. 
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo. 
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre. 
-Voy a morir-Dijo el hombre- estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me dé agua siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed. Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces: 
-El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora. 
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie. 
Todas las mañanas la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró él conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra en voz alta: 
-Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí. 
Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento. 
Pero también esta vez la tortuga lo había oído y se dijo: 
-Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires. Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje. 
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco. 
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir. 
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber. 
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenia menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía en voz alta:
 -Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte. 
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino. 
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada. 
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella. 
Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje. 
Pero un ratón de la ciudad, posiblemente el ratoncito Pérez, encontró a los dos viajeros moribundos. 
-¡Qué tortuga!-Dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña? 
-No-Le respondió con tristeza la tortuga-. Es un hombre. 
-¿Y dónde vas con ese hombre?-Añadió el curioso ratón. 
-Voy... voy... quería ir a Buenos Aires -Respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía 
-Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré. 
-¡Ah, zonza, zonza!-Dijo riendo el ratoncito-. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá es Buenos Aires. 
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha. 
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio Llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida. 
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. 
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos. 
El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.


Horacio Quiroga,
Artista de Uruguay.
Ilustración del texto,
por Layers,
La tortuga buena.

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martes, 11 de octubre de 2022

RUSVELT NIVIA CASTELLANOS - ORFEÓN DE PAZ

 
ARTISTA DEL ESCRITO
RUSVELT NIVIA CASTELLANOS

ORFEÓN DE PAZ

Sobre todo, los hombres y las mujeres, somos espíritus inmortales. Nosotros como seres humanos, llevamos muchos siglos en las experiencias del cuerpo humano. Hemos tenido diversas vidas en la tierra para poder avanzar en la evolución individual. En tanto, nosotros como seres pensantes, debemos madurar en moral y sabiduría. Tal verdad es claramente primordial, para olvidarnos de la enemistad y la violencia, que nos ha hecho tanto daño. Ahora más bien, nos compete regenerarnos por el estudio de los sabios, tales como el maestro Jesús, orador vivo del amor, Juana de Arco, dama de la libertad, René Descartes, filósofo del racionalismo, entre otros seres luminosos. Y así como ellos, más que nunca, toca superarnos en virtudes y toca luchar por el bien de la humanidad, porque ahora estamos al amanecer de una era nueva generacional para las personas buenas. 
De hecho en esta actualidad, se viven trascendencias telúricas y trasformaciones sociales en el mundo, muy reales. A cada rato están pasando catástrofes y regeneraciones naturales. Cuando no son los temblores, son los maremotos arrasadores, incluso suceden las protestas populares y hasta las recesiones políticas. A lo bello entonces, cada uno de nosotros, promovamos prácticas de paz. En esencia, nos urge a los pueblos aliarla por el mutuo beneficio. A ella, cierto hay que expandirla como unidad superior, pero para perseverarla, hay que tener esfuerzos de voluntad, que es vencer las tendencias bestiales y volvernos seres de humildad. A la luz de la paz, bien nos conviene resistir ante las adversidades, nosotros mejor, busquemos la blancura de la conciliación. Ya con fervor aspiremos a la poesía del perdón. Más juntémonos para vivir en armonía espiritual. Nosotros como seres humanos, podemos conseguirlo a gran creación, si disponemos nuestras intenciones y realizaciones con bondad, para lo real, así que por el porvenir, hagámoslo con dedicación al eternal. Más bien, no nos rindamos ni caigamos en desánimo, ante los problemas. Sin recelo, juntos demos consuelo a los desamparados, sin miedo, cantemos música celestial. En levantamiento de ideales, procuremos la propia regeneración de conciencia.  
Ya de una vez por todas, digamos adiós a la rivalidad y sí al progreso fraternal. Con esfuerzo, vayamos prendiendo las íntimas auras, por la vida bella. Esta es ocasión de ir al rescate sentimental para salvar nuestro destino. De por cierto, nos conviene separarnos de la ignorancia y relacionarnos más con el conocimiento, pasar de lo sencillo a lo complejo, para comprender el amor. Así claro, demos movimiento a los libros, leamos las obras inmortales, por el desenvolvimiento filosófico y la reflexión ética, viva la sabiduría.
Más a superación espiritual, seamos esperanza donde hay personas sombrías. Allá con los conocidos, saber enseñar con la razón. Uno clarear la voz de la docilidad a quien necesita lucidez. No tanto imponer y sí sugerir con serenidad, proponer los ideales justos y disponernos en actos altruistas, para con ellos. De lo otro lindo; ser seres sensibles, por la trasparencia del corazón. 
 Y todos y todas, sin tardanza, salgamos a propagar la revolución del amor. 

Rusvelt Nivia Castellanos,
Artista de Colombia.
Fotografía del texto,
por Cottonbro,
Los cantantes de la paz.

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lunes, 10 de octubre de 2022

DISCURSO DEL OSO

 
DE CINE ARTE;
UN MUY BUEN CORTOMETRAJE ANIMADO,
CREADO POR LOS ARTISTAS DEL BIEN,
JULIO CORTÁZAR Y SANTIAGO PÉREZ SILVA,
DECANTADO ADEMÁS POR PAULA TISERA,
LLAMADO EN FANTASÍA,
DISCURSO DEL OSO.



Fotografía del texto,
por Bruno,
El oso del bien.

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JULIO CORTÁZAR - DISCURSO DEL OSO


ARTISTA DEL CUENTO
JULIO CORTÁZAR

DISCURSO DEL OSO

Soy el oso de las cañerías de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por las cañerías. 
Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría. 
Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.

Julio Cortázar;
Artista de Argentina.
Fotografía del texto,
por Bruno.
El oso del bien.

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viernes, 7 de octubre de 2022

ANÓNIMO - LA MALDICIÓN DE AGADÉ


DE UN ARTISTA ANÓNIMO,
LA OBRA LITERARIA,
LA MALDICIÓN DE AGADÉ.

EL LIBRO EN GOOGLE DRIVE


EL LIBRO EN EL PORTAL DE CALAMEO


EL LIBRO EN EL PORTAL DE ISSUU


Fotografía del texto,
por un artista anónimo,
El Rey Naram Sin.

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miércoles, 5 de octubre de 2022

JOSÉ IGNACIO RENGIFO - SUSTENTACIÓN DE CUARENTENA

 
DEL ARTISTA DE COLOMBIA;
JOSÉ IGNACIO RENGIFO,
PARA TODOS LOS AMIGOS DE LAS LETRAS,
SU OBRA LITERARIA,
SUSTENTACIÓN DE CUARENTENA.

EL LIBRO VIRTUAL EN LA LIBRERÍA DE AMAZON
ESTADOS UNIDOS


Portada del libro,
por José Ignacio Rengifo,
Sustentación de cuarentena.

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lunes, 3 de octubre de 2022

JOSÉ IGNACIO RENGIFO - FILOSOFANDO CON EL REY DE MADERA


DEL ARTISTA DE COLOMBIA;
JOSÉ IGNACIO RENGIFO,
PARA TODOS LOS AMIGOS DE LAS LETRAS,
SU OBRA LITERARIA,
FILOSOFANDO CON EL REY DE MADERA.

EL LIBRO VIRTUAL EN LA LIBRERÍA DE AMAZON
ESTADOS UNIDOS


Portada del libro,
por Jesús Niño Botia,
Filosofando con el rey de madera.

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