martes, 29 de septiembre de 2020

RUSVELT NIVIA CASTELLANOS - MANUSCRITO HALLADO ADENTRO DE UN KRAKEN


ARTISTA DEL CUENTO
RUSVELT NIVIA CASTELLANOS

MANUSCRITO HALLADO ADENTRO DE UN KRAKEN

La libertad, por lo que respecta a las clases
sociales inferiores de cada país, es poco más que la 
elección entre trabajar o morirse de hambre.  
Samuel Johnson

El sol del mundo, al vaivén de una lentitud inmaculada, rompió el horizonte desbocado. Hizo a la vez del cielo otra madrugada luminosa, para los hombres ensombrecidos y regó la luz sobre la ciudad de Mowana, como nunca antes se había visto en esta pobre capital de seres inhumanos y ellos exiliados. Ya tras los instantes, hubo una leve brisa proveniente de los cerros frondosos. La suavidad del viento de pronto comenzó a airear la vieja ciudad y ella de un tiempo inestable. Las briznas entre las briznas, fueron usurpando además algunas flores violetas de algunos ocobos románticos, que bellamente adornaban los senderos de los parques primaverales. Por mi parte de vida, yo miraba nomás mi rostro entre los versos del tiempo. Luego, seguí regando algo de poesía a esta legión de innumerables seres culpables. Hacía así en letras, yo eso de narrar desprecio contra mis enemigos. Esto, lo procuraba en las afueras de mi pocilga en la cual vivía junto a mis deseos inconstantes. Entre lo tanto del día, yo solo estuve sentando sobre una acera ensuciada. Mi pluma del antiguo arte, permanecía entre mis dedos sobre un lienzo raído. Yo traté de terminar antes bien, la última metáfora nostálgica, ella de poca tranquilidad, inventada para mi recuerdo todo desvelado. Y la pude culminar con fuerza universal.
En seguida razón de magia, comenzaron a reverberar las flores de los ocobos súbitamente. La belleza florida, se iba yendo despaciosa hacia el cielo sublime. Se elevaban, ellas sobre los aires de las sustancias vívidas, junto a la esperanza. Parecían verse además sus vuelos como las de unas cometas brillantes. Ellas eran algo hermosas viéndose desde la lejanía. Claro, tras los pocos tiempos del día, ellas descendieron moribundas, para así posare enseguida, sobre unos barcos fantasiosos; siempre surtidos con dulces gringos y allá y desde allá, surgían unos navegantes solitarios. Y ellos con salvación, fueron disipando con fugaces suspiros, los aromas luctuosos de las flores, bajo el ambiente extrañamente poético.
Ahora más hacia el recuerdo; yo como un artista, entreveía por allí las olas de un mar embravecido, cuya suciedad de cadáveres, se revolcaba fuertemente debajo de la espuma. Había puros ahogados sin la vida digna. Era lamentable advertir así toda esta invención citadina, pese al paraíso del cielo; fraguado alguna vez sobre otra creación lejana. Luego, no supe nada más claramente desde los ayeres invertidos. Aquí, ya tuve que entender olvidadas las extrañezas de mis nociones perturbadas. Obviamente volví en mí, lo más rápido que pude desde las abstracciones de aquella ciudad perdida. Divisé seguidamente el exterior que me correspondía vertiginosamente. Descubría ahora, algo agitada la extraña mañana del dolor ajeno. Era algo excéntrica toda su rutina en ese centro esencial, por donde circulaban los hombres del comercio palpitante. Lo hacían ellos desde sus muchos vicios; junto a la decaída humareda del mal, una ciudad concertada entre un ritmo de ciertos días desaguados. 
Así entonces sin bien, iban reapareciendo unos trabajadores de melenas largas. Cada ser de estos irracionales, ya andaba con su prisa, algo mal sabida al exterior. Yo veía ya más adelante andar a varios empresarios con sus portafolios. Reaparecían, con sus caras deformadas y de pronto ellos se hacían partícipes entre los callejones de ese pedazo de ruinas. Algunos a su vez, parecían estar soñando despiertos. 
Mientras en lo demás citadino, salían algunos otros ejecutivos, quienes estaban con sus ojeras trasnochadas, así las percibía, bajo sus párpados partidos. Sólo luego, supe a unos pelados todos gomelos. Estos picados, iban recorriendo paso a paso la calle, nada bonita del bullicio desesperante. Todos ellos, andaban en manada y persistían entre sus sonrisas de burla. Pululaban más allá, las chicas bien arregladas del parche. Estaban recién bañadas en compañía de peinados violetas y sus pelajes algo rosados. 
Ya del otro lado con vacuidad, había unos niños desprevenidos de la vida. Los pelados se entendían absolutamente desarreglados. Parecían estar con el traje de la noche del ayer. Más sin nada de pena, salían a recorrer los patios de esta ciudad, que es como una cárcel. Y ellos sin siquiera peinarse sus cabelleras enmarañadas de mugre, jugaban a ser grandes.
Así que entre esta mañana del hastío, reapareció también en la gente, su rutina afanosa de nada, por conseguir billetes con locura. Salían así por consiguiente a sufrir, la mayoría de estas personas, sin el arte de amar. Así era como los detallaba. Perdidos, lloraban entre su muchedumbre sonámbula. Así igual todo este gentío, fue concurriendo con su vida, disuelta y desecha, sin nada de esperanza en sus corazones rotos. 
Luego con mal, hubo tres despreocupados niños. Ellos, iban por la esquina en donde mi soledad todavía estaba humillada, sin más tristeza recibida, que la misma soledad. Más respecto a los niños, las siluetas de ellos eran de un aspecto volátil. Eran sus formas como de coloraciones azules. Todos ellos, cruzaban presurosamente la brisa fantasmal. Ninguno parecía verse, entre los espejos de las vitrinas de los casinos. Mientras tanto, los morochitos querían adelantarse a conseguir un buen plato de sopa. En el restaurante de al lado, lo pedían. Desigual, el tugurio estaba lleno de ratones. 
En cuanto a mí, yo miraba a los niños y los sabía con impotencia. Aquí, pues el niño más flaco, recibió la comida con ansiedad. Los otros niños restantes, se recostaron sobre un suelo frío. Allí mismo, degustaron la dicha porción diaria o semanal del alimento como si fuera una limosna de perros. Este arrojo desdeñoso, transcurría con una presunta normalidad desapercibida. 
Ya en la otra calle, surgieron unos vendedores de dulces, quienes fueron acercando las barcazas cúbicas a los otros semejantes perezosos. Al rato, los marineros pudieron detenerse en cualquier lugar del andén marítimo y de momento, fueron ofreciendo sus productos a cualquier muchacho, que paseara por aquel sitio desordenado. La venta la hacían los más humildes felizmente. Vendían allí sus horas adentro de ese mar turbio y otra vez negruzco, desde el sangriento capitalismo. El vaivén del agua, se hizo entonces a mis ojos otra vez inmundo. Ahora, los dadores de dulces gringos estaban solos desde su otra esclavitud. Navegaban arduamente sus barcas de velas coloridas por entre las olas embravecidas, hasta lo muy vespertino. Ya parecían ser otros esclavos de supuesta modernidad. Más crecía la explotación, cuando ellos querían viajar por la ciudad, aún ciertamente adversa, aún algo infantil desde la ambición ignorante.
Más los pobres esclavos, por su parte, ofrecían algunas marcas americanas de dulces, solamente llenos de cosas sintéticas. Las remuneraciones, eran además inapreciables para todos estos esclavos, recién robados. Permitían, las monedas escasamente para conseguir una pesca de milagros espirituales.
Ya para la otra parte; no sé, sólo recuerdo la nueva temporalidad de la tragedia social. Sucedió de repente, cuando fueron arribando unos hippies. Ellos iban entre las deshoras alucinantes. Juntos, desenrollaban las esteras suyas del hedor a trago trasnochado. Exhibían enseguida allá, los parceros, sus collares de piedras pulidas. Mostraban luego, sus manillas coloridas del ayer creativo. Al otro tiempo, ellos buscaban asemejar las legendarias artes de nuestros ancestros indígenas. Y fuera de todo, no faltaba quien ofreciera aretes enmallados; diademas metalizadas, más algunas sandalias isleñas y las riatas de moda, que simulaban ser víboras enroscadas. Sólo entonces así en bondad, los amigos de estas ilusiones, eran lindamente unos amantes del arte. Pero pese a todo, ellos no vendían las manillas suficientes; por lo tanto, los amigos de lo ambulante, enrollaban de repente las alfombras otra vez con sus lágrimas de tristeza. Cuando al acto seguido, algunos hippies decidían zarpar mágicamente hacia otro horizonte de ilusiones. El viaje lo hacían alucinógeno así como iban sus conciencias borrachas. Aunque al rato, volvían casi todos ellos del más allá tan absorbente. Desenvolvían entre risas otra vez sus muchas artesanías del recuerdo. Luego, casi todos los navegantes podían vender fantásticamente sus pocas invenciones de amor a las mujeres. Al fin, pues los parceros, conseguían hacer los billetes para hacer otro viaje a la eternidad de los sueños mágicos. La remuneración eso sí no era nada satisfactoria. Pero daba lo posible como para una bailada con alguna muñeca mimosa, ella algo distante del desastre y la furiosa realidad. Y todos así, queriendo bailar afuera de la agonía y todos queriendo estar afuera del delirio, vivían en el arte.
Pero al final del día, otra vez, todos volvían envueltos con los sueños rotos. En dolor, regresaban al sin mañana y sin los besos robados. Después así nomás, los hippies a lo encandilados fueron zarpando hacia otra playa. Ellos, navegaron algo turbados mientras por el otro lado se aparecieron unos vendedores de papas fritas. Remaba dicha tribu introducida entre unas balsas rubias. Estas eran circulares y tenían el salero, como remo a la derecha de siempre. En travesía, se detenían un poco a pensar en los raros desprecios. Pasaba, porque los jóvenes burlones se exageraban al decirles: Ole, papas viejas, papas viejas, regálanos unos paquetes de fritangas verdes. Aquí pues, no se acaba el cuadro de la lástima, sin el canto. De hecho, aún se fueron acercando más vendedores al centro ciudadano. Se hacían otra vez a los lados de estas calles inmundas de envidia enemiga. No había ahora ni nunca ningún otro lugar para ellos desgraciadamente. Siempre, dicho grupo llegaba algo tarde al trabajo. Vendían sus cosas, con su flotador intermitente, cruzado a la espalda. Eran los navegantes de los minutos, ofrecidos para las peticiones de la misericordia. Ellos se recostaban bajo los ocobos rosados. Más las muchachas, parecían unos teléfonos públicos de celular; claro ellas atendían, entre la misma pobreza y siempre sonriendo generosamente.
Ahora cierto, luego del tiempo les cuento, recuerdo haber visto otro drama peor, sufrido en  la ciudad de Mowana. Fue haber descubierto a los náufragos del desvarío bohemio. Sentían ellos la marea del hedor, llegándoles ya a la garganta. No vendían nada más que pedir la limosna. Desde sus caras casi ni miraban a la gente azarosa. Sólo sus cuerpos, se dejaban arrastrar por las corrientes negras del silencio, bajo el mar infernal. Vagaban además sin alguna vida digna en esta sociedad del pecado. Estaban como perdidos al ayer persistente. Ante ello, sólo cerré mis ojos por un instante. Y cuando los abrí, observé una última vendedora de cartas góticas. Podía distinguirla a ella borrosamente, desde una esquina algo contrariada. Parecía estar la mujer, escasamente agarrada a un lienzo de rosas. Andaba ella algo llena de inspiración entre los poemas del encanto. Y la ancianita, procuraba no hundirse ante los fuertes oleajes del mar salvaje, pero de repente, ella se murió como una artista de verdad y se murió entre el olvido de las poetisas, un tiburón se la tragó con voracidad. 
Ahora entonces, yo agonizo y yo estoy desesperado. Ahora, yo sólo invoco el amor de los navegantes. Ellos, son una esencia única de dar muchas formas de nobleza. La mayoría de estos seres encantadores, nomás quieren ganarse la pesca milagrosa del arte, una pesca que sea algo buena para sus existencias. Incluso todavía, ellos procuran compartir los peces bajo una noche encendida, junto a sus hijos algo navegantes del mar. Además, ellos sólo anhelan alabar a sus esposas con una fiesta de navidad, no tan penosa. Pero nada sobreviene para ellos, sólo experimentan los sueños esfumados. Aquí pasa es todo lo contrario de cosas buenas, nomás las mujeres y nomás los hombres, se van enfermando anémicos, adentro de sus pobres cuartuchos. Menos que salvación; antes del final, muchos de ellos van siendo devorados por el Kraken, muchos se van muriendo entre las fauces de esta bestia, sin ninguna misericordia de perdón.
En cuanto a mí, para estos tiempos, recuerdo la muerte de mi última existencia. De hecho, por allá entre la miseria, yo igual me tropecé contra el Kraken; pasó una sola vez el animal por sobre mi presencia y de golpe el monstruo, me devoró como a un poeta. Por lo tanto, ahora soy un artista solitario de esta ciudad perdida; hoy soy además un fantasma. Y así el Kraken, me haya dejado en la muerte, sin piernas y sin cabeza; yo aún pienso en libertar a los navegantes del mar; pero no, no, que pasa y ese estruendo, ah, no, ah…

Rusvelt Nivia Castellanos,
Cuentista de Colombia.
Pintura del cuento, 
por Pierre Denys Montfort,
El Kraken.

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