lunes, 23 de enero de 2023

CARLOS ZUBIZARRETA - VELORIOS CON MÚSICA Y BAILE

 
ARTISTA DEL ESCRITO
CARLOS ZUBIZARRETA

VELORIOS CON MÚSICA Y BAILE

Ha corrido ya en el mundo una versión peregrina sobre los velatorios del Paraguay. Viajeros frívolos o chanceros, por no saber mirar que es un arte o burla burlando, dieron en decir que la gente del país tiene el hábito de bailar en los funerales.
El aserto es falaz, pero encierra su dosis de verdad, como todas las falsedades que alcanzan éxito. El aborigen baila en los velatorios, pero sólo cuando el muerto es un niño. Al igual que en el norte argentino los paraguayos dicen velorio y no velatorio. La corruptela debe ser antiquísima. En su libro supersticiones en el Río de la Plata, Diego Granada se refiere a ella cuando cuenta que la velación de un difunto que está de cuerpo presente, lleva el nombre de velorio entre la gente vulgar, cuyo sentido familiar, se conoce entre la gente culta.
Quiero creer que la costumbre de los velorios con baile tiene raigambre jesuítica, ya que no indígena ni española, porque no sé de ejemplos similares en otros países del continente americano, que también estuvieron sometidos al poder español, donde adquirieron algo de savia y esencia. Tampoco hay la consigna en ningún cronista del coloniaje ni existen rastros de ella entre los primitivos guaraníes o demás tribus guaranizadas.
La ocupación de la Compañía de Jesús de esas feraces regiones, al amparo que le prestara la Corona de España en tiempos del coloniaje, ha dejado surcos muy hondos en la conciencia popular paraguaya. Y es explicable que así sea, porque no se concretó sólo a la explotación del suelo, sino que se extendió también de forma natural, sabia y discrecionalmente a la explotación del indio y del alma del indio. Así se justifica que pudiera resultar tan pingüe que asustara a los propios reyes cristianísimos.
Los hermanos Robertson en su libro, Cartas del Paraguay, cuentan que las misiones jesuíticas rentaban a la Compañía, arriba de tres millones de libras esterlinas anuales. Aparte de la fe que pueda merecernos la exactitud de la cifra, por venir de cronistas que han incurrido en muchas desproporciones al pintar las cosas es indudable que la utilidad que producían, para aquel tiempo era fabulosamente crecida.
Un niño que muere es un ángel que asciende al cielo. La suposición cabe esencialmente dentro del espíritu religioso que a cristazo limpio, inculcaron aquellos santos padres en la mente del indio, dura como la madera de sus selvas, pero transparente como la linfa azul de sus arroyos. En aquellas reducciones, donde imperaba despótica la disciplina y se regimentaban hasta las horas de amor a fuerza de campanazos, cabe imaginar también que debiera disciplinarse el dolor dentro de los preceptos escolásticos y rígidos.
Reduciéndolo, eliminándolo para los progenitores en el caso de muerte de sus vástagos tiernos y aun improductivos niños, hallase de paso a esa convicción un sentido de utilidad práctica, nada desdeñable para el interés de los mentores.
¡Un ángel más para el cielo! No hay por qué llorar. 
¿Qué madre no enjuga su llanto, no esconde su pena, sabiéndole alado y dichoso? ¿Es absurdo entonces que el adobe y la paja del rancho abucheen la risa, la música, en vez de congojas?
Esa vieja costumbre paraguaya de los velorios con baile, mozas y rondas de caña, va perdiendo su añejo prestigio bienaventurado. Ya no existe en ciudades ni pueblos. Hay que buscarla ahora en el corazón de la campaña, bajo el alero arisco y tostado de sol de los ranchos campesinos.
Es condición esencial para la fiesta que el infante muerto no pase de la pubertad. Ello crea en favor de su pureza, tal como dicen los juristas: “Un praesumptio juris et de jure”. Y esta creencia, no admite prueba en contra y asegura a parientes y bailarines la certeza sobre lo fundado de su alegría.
Pasado el dolor de los primeros momentos, el dolor verdadero, la parentela se sume en los preparativos de la fiesta. Es posible que en algún rincón oscuro la madre permanezca todavía ajena a ellos, junto a los amados despojos, oyendo clavetear la caja blanca que preparan. Sale el chasque hasta el poblado más cercano en procura de la orquesta, que hará después leguas y leguas por caminos rojos a la vera de la selva verdinegra o cruzando palmares. El arpa, las guitarras y la flauta van a lomo de caballo, rompiendo en mil añicos el cristal de los arroyos. Otras veces van a pie. 
¡Oh, esos pies desnudos que huellan infatigables y ágiles la arena de todos los caminos y que recuestan y doman el abrojo de todos los pastizales!
Los ranchos que jalonan la ruta, así se enteran del suceso. Si al cobijo del naranjal dormían la siesta, el ladrido de los perros acusará el paso de los músicos. No importan las distancias. Cuando la caída de la tarde enfríe los senderos ardorosos de sol, mozos y mozas bañarán su cuerpo moreno en el cercano arroyo, con el jabón de olor de los grandes acontecimientos y emprenderán camino del velorio con los zapatos al hombro, porque la moza de los campos anda descalza, pero mujer al fin, prefiere bailar calzada.
El rancho donde el niño muerto espera en su caja encalada el regocijo campesino, antes de su ascensión al cielo, acusa con rústicas luminarias su ubicación, borrado en el borrón de tintas oscuras que destila el monte. Va llegando gente como cuentas desgranadas de un collar, los más a pie, algunos a caballo con la china a grupas, sobre ponchos y pellones. Y el baile empieza bajo la enramada, matizado por rondas de esa caña rubia que pone fuego en los músculos y en los corazones. El tereré, cebado en largas guampas con virola de plata, refresca las fatigas del camino y de la danza.
En redor del cándido y lívido angelito que duerme su sueño indiferente, las parejas bailan sobre el piso desigual polcas, chopíes, guaranias y galopas. Todas juntas bailan incansablemente, hasta que llega el nuevo día. La concurrencia tonifica la resistencia de los músicos con frecuentes libaciones y se entrega con lujuria y deleite a la más primitiva de las artes. Un curioso documento antiguo da testimonio de la atávica inclinación que siente este pueblo por la danza. 
En una carta dirigida al Consejo de Indias y fechada en Asunción del año 1556, que daba cuenta de la rebelión de Ramoncillo, el capellán Martín González, refiere lo siguiente: "Tenemos nueva que entre los indios se ha levantado uno, con un niño que dice ser Dios o hijo de Dios y que tornan con esta invención a sus cantares pasados, que son inclinados por naturaleza, por los cuales cantares tenemos noticia que en tiempos pasados, muchas veces se perdieron, porque entretanto que dura ni siembran ni paran en sus casas, sino como locos, ellos de noche y de día en otra cosa no entienden, sino en cantar y bailar, sin que quede hombre ni mujer, niño ni viejo y así pierden los tristes la vida y el ánima".
Y estos velorios de angelitos son ocasión propicia para que sus lejanos descendientes resuciten la afición y se entreguen a ella con pesada y contagiosa delectación carnal.
A la luz movediza de los candiles las parejas sudorosas giran estrechamente abrazadas. En la cocina humilde se ceba el mate amargo de la madrugada y las llamas intermitentes de la leña húmeda y escandalosa, iluminan y entenebrecen los rostros de la china que ceba y del arriero que aguarda por la bebida.
Hasta que vuelve de nuevo el sol y el campo despierta y se lava con el rocío. Acompañados de los músicos de ojos enrojecidos por el insomnio y la caña, van los despojos impúberes hasta el cementerio más cercano del lugar. Un cementerio sombroso, apacible, con canto de pájaros y alfombra de yuyos; un cementerio donde la tierra sobra y resulta agradable ser una tumba más.
Después, las fatigas del baile, hacen menos penoso el recuerdo de las primeras horas.
Ricardo Palma cuenta en sus Tradiciones Peruanas que en los antiguos dominios del inca se estila la contratación de mujeres especiales, llamadas lloronas, que con llanto y gemidos, aseguran la nota del dolor necesario. Yo he visto también en la tierra guaraní, viejas rugosas y ágiles que siguen al féretro con lamentos desgarradores y lúgubres, como melopeya intermitente que no tiene fin, no es usual pagarlas, pero la lamentación constituye también un hábito indiferente que nace sólo de un deber de cortesía.
Más en el entierro de un niño nadie gime. La muerte ha sustraído una vida al dolor de la tierra, ha elevado un alma a la bienaventuranza celestial, sin obligarla a andar el camino de prueba y padecimientos. 
Y la madre vence y aniquila su dolor egoísta, para agradecer el don divino.

Carlos Zubizarreta,
Artista del Paraguay.
Fotografía del texto,
por Dhivakaran,
La vela del ritual.

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