jueves, 9 de junio de 2022

LUIS PARMENIO CANO - TIEMPO LÚGUBRE


ARTISTA DEL CUENTO
LUIS PARMENIO CANO

TIEMPO LÚGUBRE

Ese día, primero de marzo, estuve trajinando la vida. A pesar de la reiteración, sentí que era algo nuevo. Fue como cuando tú te miras al espejo y notas que has envejecido prematuramente. Llegué a mi sitio de trabajo más tarde de lo permitido. De inmediato el supervisor, Ananías Cogote, me hizo firmar la planilla, en la cual se daba cuenta de los retardos. Ni siquiera supe expresar lo que me pasaba. Lo cierto es que en toda la jornada laboral, no pude superar ese deje de tristeza. Tanto es así, que Tertuliano Pedroza Tangaré, mi compañero de máquina se extrañó mucho, ante todo, porque nunca había pasado eso del vacío mental. Yo le dije que había pasado mala noche. Que no pude dormir bien. Que fue un insomnio absoluto. Como si el tósigo de la desesperanza, estuviera ahí, conmigo.
Terminé mi turno. Tal parece que no hice el pulimiento de los rodillos. No fue sólo intuición. Algo así como que Ananías Cogote, me dijo: “Si sigues así estás perdido”. 
En la furgoneta, yo me quedé dormido. Luego llegué a casa, como atolondrado. Tanto así que sin saludar a mi mamá Gertrudis, ni a mi hermana Iris, me tiré a la cama vestido. Un sueño no reparador. Más bien, ese tipo de sueños, que lastiman por lo rudos. De pronto, ve unas imágenes incorpóreas. Estaba transitando por la carrera 49, en mí el barrio. Y veía correr las sombras del desasosiego. Y esas penumbras que  me amenazaban. Y crucé la calle, buscando no sé qué lugar, como cuando uno se siente perdido, vacío de espíritu. En algunos momentos, corría sin rumbo, sin ninguna mirada concreta. Era un sueño azaroso. De idas y venidas en el mismo sitio. Ya sin moverme, paralizado, como un flagelo hiriente.
Pasado el tiempo, desperté muy de madrugada, como entre las tres y las cuatro. Me levanté, caminé por mi cuarto. Como si tratara, de efectuar una medición, en términos de pasos y pies, para calcular los metros cuadrados. Me dirigí a la cocina. Ahí estaba mamá Gertrudis. Preparaba el desayuno. Me miró algo compungida. Como si un dolor de madre, insinuara algún tipo de dolor ajeno. No me habló, simplemente me indicó con su mirada que estaba muy temprano, que durmiera otro rato. 
Recordando lo del día anterior, no pude conciliar el sueño a pesar de haberlo intentado. Pensaba en Alejandrina Tuberquia, mi prometida. A sus escasos dieciocho años, ya  estaba a punto terminar su cuarto semestre. Desde muy niña, le había atraído la ingeniería industrial. Con su papá Abelardo, ya hacía cálculos de parábolas, como requisito para proyectar un nuevo modelo de proyectores y su incidencia en el medio ambiente. Y sí que nos conocimos de tres años atrás, mientras ella preparaba su prueba de ingreso a la universidad. Fue una casualidad de la vida. Yo había llegado a su casa, preguntando por  su hermano Amadeo. Me dijo que no había llegado de la fábrica, le habían cambiado el turno.
A partir de ahí, sus ojos me cautivaron. Con cualquier disculpa, iba a su casa dos o tres veces por semana. A ella le producía mucha alegría mis visitas. Su mamá Esperanza había entendido, que mis visitas, tenían como objeto, no conversar con Amadeo; sino hablar y estar cerca de Alejandrina. 
Yo permanecía varias horas conversando con Aleja, preguntándole por el contenido de alguna de las áreas del conocimiento que cursa, por el cálculo, la geometría, la física y sus aplicaciones. Los domingos, con el visto bueno de mamá Esperanza, salíamos a caminar por el barrio. Disfrutábamos viendo a la gente, a los niños y niñas que jugaban en el parquecito.
Cualquier día, un martes por cierto, terminé mi jornada laboral más temprano. Había pedido permiso a don Ananías, para asistir a una cita médica.  Llegué al barrio más temprano, después de la cita con el médico. Me encontré con Amadeo, en la esquina de la cuarenta y nueve con octava. Lo noté muy disgustado conmigo. Como cuando uno percibe  que algo malo había pasado. Le pregunté el motivo de su actitud; me contestó con palabras hirientes: “Después de lo que has hecho con mi hermana Aleja, no quedan ningunas explicaciones”.
Después, nos despedimos. Llegué a casa confundido.  Le comenté a mamá Gertrudis lo que me había dicho Amadeo. Ella me contestó: “No sólo él. Casi todo el barrio repudia tu descaro. Eso de una preñez no deseada. A más de  haber obligado a Alejita, a coito forzado. En verdad, yo no he podido entender tu actitud. He hecho mucho esfuerzo para no botarte de la casa”.
Esa versión me puso en una conmoción profunda. No entendía que había sucedido. No me pasaba por la mente haber inducido a Aleja, sin consentimiento, frente a una de esas acciones. Nunca  había realizado ninguna acción indigna. Es más, cómo podía haberlo hecho, si mis visitas eran con el visto bueno de mamá Esperanza. Y nuestras caminatas  eran públicas, simplemente recorríamos las calles cogidos de la mano. Todos y todas que nos miraban, podían ser testigas y testigos de nuestro comportamiento.
En cuanto lo otro personal, caminé por la casa hasta la cocina. Allí estaba mamá Gertrudis. Me indagó acerca de la hora tan temprana para levantarme. Le dije: “Mamá no he podido dormir. He tenido sueños con imágenes borrascosas, insjusticables. Me veía en un terreno inhóspito, asediado por una multitud de figuras irreconocibles”. 
Mamá Gertrudis, simplemente, me arropó con mi cobija y me dijo: “Rolando, no te das cuenta que  eres un muchacho todavía, imberbe. Y que hoy es domingo. Y que debes asistir a la iglesia a la catequesis, como preparación para tu primera comunión.
Ese domingo, de camino para la iglesia, vi que muchas personas estaban en la casa de la señora Esperanza, la madre de la niña Alejandrina. Indagué el motivo. La señora Inés, tía de Alejandrina, entonces me dijo: “Ronaldito, ¿acaso no te has dado cuenta de que Alejita, murió el viernes pasado?”.

Luis Parmenio Cano;
Artista de Colombia.
Fotografía del texto,
por Adina Voicu,
Los novios de la noche roja. 

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