sábado, 10 de septiembre de 2022

MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO - MI TÍA ROSITA


ARTISTA DEL CUENTO
MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO

MI TÍA ROSITA
 
Serían las cuatro de la mañana de hoy, quince de agosto, para este año dos mil trece. Me desperté pensando en mi tía Rosa, en Rosita como le decimos desde que la conocemos, pues una rosa es muy linda pero tiene espinas, y una rosita, creo yo, no las tiene, se las quitan o ella misma se las quitó, ya que para querer a todos extirpó hasta la más remota púa de su ser; y se dedicó sin esfuerzo alguno, sin obligarse, porque así es ella, a darse a los demás y con sus mansas virtudes, pero con sus firmes maneras, ha dispensado un dulce amor a los de su entorno viviente.
Mi tía Rosita tiene una espléndida condición que pertenece a los viejos, pero que en ella, por una extraordinaria gracia de la naturaleza se le magnífica, y es aquella extrañísima de verse cada vez más agradable, su perfil adquiere ángulos muy nobles y sus suaves modales, llevan a todos los que tienen la gracia de estar con ella a sentirse tranquilos, cuidados por la bondad que le fluye de su temperamento.
Tiene ya noventa y un años y es la sobreviviente más vieja de nuestra estirpe, la que sus hijos han cuidado cual corresponde a una flor, y sobre la que giran planetariamente muchísimos parientes y amigos. 
Mi tía Rosita, compañera de la vida de mi tío Hernán, ha sobrevivido a tempestades de variados órdenes, unas políticas que son las de menor importancia, y otras afectivas que son las que en verdad rasgan el cuerpo y doblegan el espíritu. Y frente a estas, creo yo, ha puesto en la balanza, como lo hacen todas las madres del mundo, el que los muertos dejan su huella en las vísceras, pero los vivos necesitan trasegar todavía por el camino; y a esos, a los que viven, a los que están aquí en la tierra, a los mortales, mi tía Rosita les ha dado lo que más gusta a los pollitos de gallina clueca: ¡El amor!
Yo no tengo sino recuerdos buenos de ella. Por ejemplo, allá en las brumas de mi infancia, en el apartamento de mi abuela Graciela, calle treinta y nueve con carrera diez y siete, barrio de La Soledad, cerca de la casa de los Jaramillo Ocampo, mi mamá me llevaba, seguramente en compañía de mi hermano Armando, a costurero, y yo jugaba en el tapete de la sala a los pies de las señoras que tejían, y las oía hablar y hablar y hablar, y entonces me dormía, feliz de estar acompañado, y allí, estoy seguro, estaba mi tía Rosita. 
También rememoro las visitas a su casa en el barrio antiguo, La Soledad, casa frente a la cual estaba situada, la de un abogado íntimo de mi tío; y en esta casa jugábamos a deslizarnos por la escalera y comíamos golosinas, y mi hermano Armando, hace poco me recordaba él, me dijo que daban té en las horas de la tarde, y que él odiaba el té.
Y en Gavilanes, la finca de café, caña y ganado, nuestra hermosa finca a la que se llegaba por entre guaduales y barriales y gigantescos árboles de gualanday y de higuerón, jugábamos todos los primos, una enorme cantidad de niños, que bien en julio, bien en diciembre, querían siempre buñuelos, natilla, mazamorra caliente con panela, también montar a caballo e ir al establo y a la ramada con su formidable trapiche, treparnos en el cuero enorme que servía para arrastrar el bagazo de la caña con el que se alimentaba la hornilla que fundía la miel de los fondos paneleros. Que la mula nos diese vueltas y vueltas felices nosotros de caernos, llenarnos de pedazos de desecho de caña, tomar Freskola con Gellito, verle las enormes huevas al toro holstein, un toro gigantesco y malhumorado, de más era grato presenciar cómo corría la leche por la pared helada, que la refrigeraba para que se conservase mejor. Y los diciembres, las navidades, qué maravilla, las novenas que nos gustaban y sin embargo, nos parecían larguísimas, ya además estaban las comidas, las bromas que nos gastábamos, las burradas que contra las niñas hacíamos, y la piscina donde nos achicharrábamos desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde como si fuéramos gusarapos acuáticos; y ver un extraño juego llamado golf, cuyas blancas y arrugadas bolas se colocaban sobre unos palitos cóncavos y observar a los señores usando unos zapatones enormes, llenos de clavos; en fin, las vacaciones donde mi tía Rosita no se sentían sino cuando le tiraba un zapatazo a Felipe por su necedad o cuando ella acudía en mi auxilio al verme ahorcado, morado, todo con la lengua afuera, desfalleciendo a punto de morir, en manos de mi primo Gabriel, quien me encuellaba y quería matarme quién sabe por qué motivos; y soportar la barbarie de Mauricio, quien en un arranque de ira, me estaba quitando mi papas preferidas, yo luego pues le clavé a Felipe, su hijo, un tenedor en el brazo.
Y desde allí, hasta hoy, encontrábamos en mi tía Rosita alguien paciente, una mujer siempre amorosa, cariñosa, suave y sonriente, alegre.
Algunos son tenidos en la memoria por magnos poetas o políticos destacados y otros por gigantes de la ciencia, pero muy pocos se destacan por la grandeza de su afecto y la ternura de su corazón. Mi tía Rosita pertenece a esta especial categoría de humanos, para orgullo de nuestro linaje, mi tía Rosita es una mujer de gran corazón.  
Ah y claro, una última cosa para esta historia, frente las miles y miles que se pueden decir y recordar sobre ella, gracias a su presencia, ella persiste en bien, porque la inteligencia que la asiste es muy grande, debido a esa maravillosa unión familiar y a ese gigantesco número de polluelos, que se recuestan sobre esta mamá gallina, tan linda.


Mauricio Jaramillo Londoño;
Artista de Colombia.
Fotografía del texto,
 por Hassan Oubajir,
Pintura digital,
por Rusvelt Nivia Castellanos.
La mujer de la rosa.

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